Antología de Navidad: Una Navidad de locos

Coincidiendo con las fiestas navideñas, Esther Mor y Christine Tales a través de Lecturas.afull han tenido la genial idea de proponernos la confección de una nueva antología ambientada en la Navidad. La han titulado: Una Navidad de locos y en la que he tenido la fortuna de participar junto a otros escritores.

Esta compuesta por veinte relatos, de veinte autores diferentes, veinte diferentes formas de ver o entender la Navidad que dan una pincelada de sorprendente calidez a los fríos invernales. Os sorprenderá la creatividad de sus autores.

Si queréis saber como acaba clicar en: UNA NAVIDAD DE LOCOS y podrás adquirir el libro tanto en formato papel como ebook.

Os dejo mi relato para que se os haga la boca agua para conocer el resto:

¿UN AÑO MÁS…?

La luminosidad del sol separó mis parpados y entre los barrotes de mis pestañas trató de filtrarse. Una suave brisa se coló por la ventana abierta de mi dormitorio y con dulzura me acarició la mejilla. Cobarde como un avestruz, me giré, me hice la remolona y oculté mi cabeza bajo la almohada. Enroscada en posición, casi fetal, me relajé, deseosa de regresar al mundo de los sueños. No me interesaba iniciar un nuevo día. Los nuevos días ya no eran nuevos, se repetían uno tras otro. Insistente, aquella claridad me rodeó con sus largos brazos, se aproximó a mi espalda y me envolvió. Noté que la intensidad de su abrigo aumentaba. Sudé con su presencia. Molesta, me enfadé. ¡No la quería ahí! A la velocidad de un cohete interestelar, la frescura de la noche, traicionera, se mezcló con los primeros calores matinales. Con un destello similar al brillo de un diamante, logró su objetivo: despertarme. De rabia, pataleé con tanta fuera la sábana que acabó enrollada en el suelo, bajo los pies de la cama.

En otro tiempo, no me hubiera destapado. Todo lo contrario. La hubiera sujetado con la manta bajo el colchón, como si formara parte de mi epidermis e imitando a un canelón hubiera agradecido aquellos rayos que me gratinaban. Hoy era diferente. Liberada de aquellas ataduras luminosas,  me puse en pie. Enfadada, fui a la ventana. Las cortinas ya no la cubrían, olvidé cuando las descolgué para guardarlas indefinidamente. Agarré la tira de la persiana. Tiré con tanta energía que del gesto casi me descoloco el hombro y a punto estuve de caer sentada sobre la cama. ¡Lo logré! La oscuridad reinó en mi habitación. Sonreí satisfecha. ¡La eché! Mi felicidad duró menos que un suspiro. ¡Me ahogaba! Su rastro seguía latente. No conseguí deshacerme del ambiente sofocante que su corta presencia creó en mi templo del descanso. Añoraba al de antes. Su energía se filtró en mi alcoba, como un violento enemigo la invadió, se impregnó en mis cuatro paredes y, sin avisar, fue ella la que se deshizo de mí y se apoderó de mi lecho. ¡De fuera vendrán que de casa te echaran! Debía sacarla de ahí con astucia. Sigilosamente, subí la persiana. Lo justo para que creyera que había ganado el combate. Las láminas crujieron. Permití que entrara una discreta brisa que refrescara mi dormitorio y cabizbaja salí. «Perdí una batalla, pero no la guerra», me juré.

Palpando las paredes, llegué al aseo. Su presencia calorífica llegó hasta los lugares más recónditos de mi zona de confort privada. Me lavé la cara con abundante agua, bien fría. Aunque no todo lo que me hubiera gustado, debía controlarla y no malgastarla, era escasa y cara. Si hubiera podido echarme hielo picado, lo hubiera hecho. Echaba en falta su fresco abrazo típico de estas fechas y el efecto repelente de sus escalofríos que te empuja a abrigarte al estilo cebolla.

Con la mente despejada, me preparé el desayuno. Hoy tenía invitados. «Sudaríamos la gota gorda», pensé, y maldije el día que les ofrecí mi casa. La arreglé para que estuviera presentable, con los adornos clásicos correspondientes y los evadiera a otra época en la que nuestro cuerpo no se viera obligado a transpirar sin parar. A aquellos años de mi infancia, en la que todo era diferente, en la que el frío y el calor se respetaban como dos poderosos dioses temerosos él uno del otro, en la que las puertas de la casa se cerraban y las ventanas se abrían el tiempo justo para ventilarla. Cada uno sabía cuál era su momento  y no se pisoteaban, como en la actualidad.

En la cocina, revisé la comida y los postres en la nevera, estos últimos evolucionaron. No los podía dejar a temperatura ambiente porque se estropearían, los adapté a los nuevos tiempos para inmortalizar la postal, de idéntica felicidad, a la de antaño. El recuerdo de los mismos gustos, sabores y músicas. No era cierto. La estampa no era igual. El frío y el blanco manto, que tanto caracterizaban estas fechas, se esfumaron y abandonaron al sinónimo de calidez familiar por el de añoranza y recuerdos casi olvidados.

Mi móvil sonó encima de la mesa del comedor. Mis manos estaban mojadas, acababa de lavar la taza y el plato del desayuno. Al correr a cogerlo, sudé. Odiaba esa sensación de humedad pegadiza. No logré secarlas, ni sacarla de entre los dedos. Un mensaje me anunciaba un fabuloso y, a la vez, extraño cambio de planes en familia. ¡Nos íbamos a la playa! Nada de comer en mi casa, ni de juntarnos en la mesa cuanto más apretados mejor. Era el primer año que para esta celebración nos mezclaríamos entre la arena, la crema solar y el salpicar del agua salada del mar.

De pequeña imaginaba cómo sería pasar estos días en la playa, algo imposible si no vivías en el hemisferio sur del planeta y tampoco nos podíamos permitir un viaje así. Años después, en plena adolescencia, una persona de un país de América del sur me comentó que, a pesar de estar en verano, este día lo adornaban con nieve de corcho y ornamentos inspirados en las costumbres del frío norte, un clima muy diferente al suyo. Me pareció una imposición del norte que el sur adoptaba sumiso. Y, ahora, nosotros los imitábamos.

Preparé la comida para llevármela en cajas de plástico reutilizable. No importaba que no llegara caliente, templada estaría también deliciosa. No sería lo mismo celebrar, este día, encerrados en casa que dorando tu cuerpo al sol. Sentía una atractiva curiosidad por descubrir que se percibiría. Los sonidos de los canticos típicos, las campanillas, las panderetas y el resto de pegadizas melodías se entonarían con un énfasis de canción estival. Cogí algunos cubiertos, vasos y platos de plástico, los introduje en una bolsa. La vajilla cara o la heredada de las abuelas para las festividades se quedó encarcelada en el armario del bufet, ya no la sacaría más en estas fechas y cumpliría una condena perpetua sin derecho a revisión. El resto de utensilios: los parasoles, las hamacas y las neveras con el hielo para las bebidas los traerían los demás familiares. Sonaba extraño en estos meses sacar estos utensilios que deberían estar en hibernación, guardados a cal y canto. Curioso que en esta estación cuyo nombre gélido te destemplaba, el hielo se derritiera en el exterior. Con el tiempo la tendremos que llamar de otro modo.

Me vestí con el bañador y el pareo, y me recogí el pelo con una pinza, sin ninguna gracia, total iba a sudar. Lo importante era no acalorarme. Saqué la toalla de la playa del armario y la dejé doblada dentro de una bolsa sobre el sofá. Me sentí extraña como si actuara de un modo que no se correspondía. El calor me empujó a salir al balcón, a respirar. Ingenua. El aire se podía cortar con un cuchillo como si fuera lonchas de jamón. Las puertas estaban abiertas de par en par, ya no recordaba cuándo fue la última vez que las cerré porque hiciera frío o lloviera. ¿Llover? ¿Ver caer gotas de agua del cielo? Eso se había convertido en uno de los espectáculos más lujosos y escasos del mundo, así, como de los más temidos. Su presencia podía pasar en breves instantes de escasa a incesantemente desproporcionada. Alcé la vista. El firmamento raso y azul me recordaba un lienzo sobre el que pintar nubes con extrañas y graciosas formas abstractas. Aunque aquel calor espesaba mi mente y derretía mi creatividad. Escaneé el paisaje hacia el lado derecho. Ahí estaba, en lo alto, de nuevo mi enemigo. El astro rey me atacaba y me disparaba su dominio. Un haz de luz solar lanzado en forma de flecha acertó en el centro de mi ojos, en la diana de mis pupilas. Medio ciega por aquel flash solar, regresé al interior de mi vivienda. Surrealistas imágenes de redondeles luminosos salpicaron mi visión y me desestabilizaron durante unos instantes. Una mezcla de alegría, tristeza y desconfianza a esta nueva realidad invadió mi corazón. Añoraba las bajas temperaturas y todos los elementos que las acompañaban. Cuando recobré la vista, sentada en mi sofá sudé al contemplar la decoración que abrigaba la casa. Me sobraba todo. Una inyección de ansiedad transpiró por mis poros. Me entraron ganas de quitarla: el primero, el abeto coronado con la estrella y cargado con todas las guirnaldas y bolas que encontré en el mercado. No lo hice. Si movía un pelo, empezaría a sudar sin parar y mi cuerpo se convertiría en una fuente.

Este año, la celebración de la Navidad seria diferente. No lo dudé. Las rojas hojas sobre verde de la poinsettia dejarían de decorar el interior de los hogares porque la temperatura exterior seria idéntica. El muérdago y el acebo mustios por el bochorno no se colgarían en las puertas porque, así, no atraerían a la buena suerte. El pavo y el marisco se comerían fríos. Los villancicos se cantarían en la piscina o bajo la sombra de un pino.

El clima cambió y se encargó de modificar nuestras costumbres más arraigadas y de vestir esta festividad con tirantes, manga corta, abanicos y ventiladores. Los turrones, los mantecados y los polvorones se transformarían y se congelarían en tarrinas de helados. Los pastores del pesebre ya no se protegerían alrededor de una hoguera, ni que fuera de barro.  La mula y el buey no cobijarían con sus cuerpos al niño Jesús, ya que sus progenitores, José y María, los venderían y, en su lugar, instalarían un aparato de aire acondicionado de última generación. José, con sus herramientas de carpintero, taparía los agujeros del pesebre, no para que no entrara el frío sino que para que no saliera. 

Cargada con las bolsas como si fuera uno de los camellos de los tres Reyes de Oriente, bajé tambaleando las escaleras de los tres pisos de mi edificio, para encontrarme con el coche de mis familiares que me esperaban con el motor encendido, las ventanas subidas y el climatizador al mínimo.


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