MATI Y YO

Con los primeros rayos del sol después del desayuno, Mati y yo salimos a pasear. Ella luce su vestido rojo con lunares negros, que tanto la favorece. Y yo, mis tonos sobrios de costumbre. Siempre hacemos el mismo recorrido finalizando en el Jardín de los Geranios Rojos. Es nuestro rincón preferido.

Hoy, el cielo está nublado y la temperatura es fresquita.

Nunca logramos adivinar,  ni entender por qué, a veces, las nubes mecidas por el viento, cambian su tonalidad repentinamente. Un osado rayo trata de colarse entre ellas, para alcanzar las verdes hojas de los geranios, las cruza, las atraviesa, iluminando el cielo, que cubre nuestras cabezas en color rojo, violeta, marrón o amarillo.

Por el sur asoma una amenazante nube, más grande y grisácea que el resto, imponiendo su autoridad sobre las demás, y dejando entrever sus maléficas y húmedas intenciones.

Tanto a mi querida Mati como a mí nos encanta este jardín. Aquí nos conocimos, aquí me declaré y aquí hablamos de nuestros sueños, de nuestras ilusiones y de que algún día conseguiremos llegar al final del jardín, donde hay un gran mirador desde el cual se contempla completamente el profundo valle.

Disfrutamos del olor penetrante que se respira, un olor a verde fresco de clorofila, a hojas aterciopeladas y al acaramelado rojo de los pétalos.

Nos encanta pasear tranquilamente y detenernos a descansar un ratito en la esquina de las erucas versicalias. Maravillados ante tanta belleza, filosofamos sobre lo sabia que es la naturaleza, que nos hace sentir diminutos y atraídos por este ambiente especial. Mi Mati, que es una gran entendida y experta en jardinería, me comenta lo privilegiadas que son las plantas de aquel jardín ya que se alimentan de una tierra bien abonada, oxigenada, espumosa y sin apelmazar.

De repente, un imponente estruendo seguido de una fuerte agitación rompe nuestra romántica concentración. Nos miramos sorprendidos.  Algunas hojas secas se han caído. Curiosamente, el cielo se había despejado, ahora es azul. Las nubes de colores han desaparecido, y del gran nubarrón amenazante no queda ni rastro. Algo vuelve a agitar la tierra, haciéndola temblar. Intentamos agarrarnos al primer arbusto que tenemos delante, no podemos, nos queremos coger el uno al otro, pero del golpe caemos separados al suelo, de espaldas. En una postura que nos inmoviliza y nos cubre de arena. Estamos aterrorizados. Somos víctimas de un espantoso e intenso terremoto que no para de agitar el suelo, poniendo fin a nuestro paseo.

Tras esto, el cielo se vuelve de color naranja y se desencadena una extraña lluvia que dispara miles de grandes gotas de agua contra nosotros y los indefensos geranios. Nos ataca sin compasión, y daña los pétalos de sus delicadas flores. Un gran manto rojo cae del cielo y cubre a mi querida Mati ocultándola.

Desde otro lado, disparado como una flecha, un tronco gigante me roza. Me sobresalto. Penetra y levanta la tierra, lo que por fortuna, me hace rodar y me ayuda a incorporarme. En pie, me siento liberado y corro a ocultarme junto a mi amada, bajo su escondite caído del cielo. La ayudé y la protegí, juntos allí permanecimos quietos, esperando que la tormenta pasara.

-¡Mamáá! ¡Te estoy ayudando, estoy regando los geranios!  –gritó una voz de niño.

-¡Noo, ahora noo! ¡Con el sol que hace se podrirán! ¡Ya los regaremos a la noche! –Contestó una mujer a lo lejos- ¡No juegues con las macetaas, que mancharás la ropa tendida en la terraza! –El crío corrió al interior de la casa y sin soltar la regadera naranja de su mano, dejó tras él un rastro de gotas.

-¡Mama! ¿Sabes una cosa? ¡En la maceta había un escarabajito, que se había quedado patas arriba, le he ayudado a darse la vuelta y se ha ido a su casita!

-¡Muy bien, hijo! Tu siempre cuidando de los animalitos.

Y dos mariquitas salieron volando velozmente del interior de la maceta de los geranios rojos.

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