EL BAÚL DE LOS RECUERDOS

Escribir un relato basado en un recuerdo parece que sea una tarea fácil, ¿verdad? Pero eso de rebuscar en tu interior no lo es tanto. Sobre todo, cuando tu mente esta rebelde como un adolescente y no quiere que la exprimas más. En mi caso, se había declarado en huelga indefinida y no me lo había comunicado. Con esta sensación de bloqueo mental me acosté ayer noche, confiando en que las musas no me abandonarían.

Esta mañana me ha despertado un potente y atrevido rayo de sol que se filtraba a través de mi ventana y se dedicaba a jugar con mis ojos como si fueran dos raquetas de tenis. Trataba de levantar mis testarudos parpados, hasta que ayudado por un inesperado calor veraniego a finales de febrero, lo ha conseguido. Confabulado, estratégicamente,  se apoderó de la temperatura de mi habitación logrando que me destapara. Me giré  y descubrí al culpable de todo aquello: una autoritaria y brillante bola solar que trataba de cegarme junto a su otro cómplice, un resplandeciente cielo azul.

No sé por qué, pero esta situación me transportó a momentos de mi infancia que creía tener olvidados, en las profundidades del baúl de mis recuerdos mentales:

Cuando el calor en el mes de junio comenzaba a despuntar y se empezaba dormir con la ventana entreabierta. Me despertaba el griterío que formaban las escandalosas bandadas de golondrinas compitiendo, sin ningún límite de velocidad, entre los edificios del barrio. Era difícil verlas al vuelo. Me intrigaba saber cuál de ellas llegaría la primera al final de la calle o si en un revuelo se estrellarían contra alguna pared.

Que los días fueran más largos anunciaba el ansiado final del colegio y el inicio de las vacaciones, que culminaban con la verbena de sant Joan. Era el santo de mi padre. Creía que era hija de alguien importante, ya que todos los vecinos lo felicitaban y celebraban su santo con grandes festejos.

La tarde de la verbena mi madre nos compraba, a mi hermano y a mí, un par de escandalosos matasuegras y dos gorritos de cartón en un puesto ambulante. El de mi hermano, no lo recuerdo. Yo siempre elegía un gorro plateado que llevaba colgando un pequeño velo. No sé si se correspondía a una princesa o a un hada madrina, pero colocármelo me hacía sentir rodeada por una aureola de estrellitas, como si tuviera poderes para hacer realidad los deseos de los demás. Después visitábamos las diferentes hogueras que se estaban preparando y que durante la noche se encenderían por el barrio.

Cuando llegaba mi padre a casa traía una gran coca de frutas bajo el brazo que desprendía un olor a dulce de felicidad, una caja misteriosa y una gran sonrisa. Al abrir la caja se descubrían envueltos en paja un montón de petardos y bengalas. Me llamaba la atención que vinieran tan cómodamente acolchados, pero lo que más me atraía era el colorido de los dibujos que envolvía a los tubos de los fuegos artificiales. Imaginaba que se trataba de algo mágico. Pensar que habían de explotar me decepcionaba y me entristecía.

Tras la cena subíamos al tejado de casa, donde mi hermano ayudaba a mi padre a dar vida a los petardos. Mi madre y yo nos cobijábamos, junto a la puerta de la entrada para estar a salvo, por si alguno se escapaba.  Me gustaba escuchar sus silbidos que desafiaban a nuestros matasuegras, el color de sus estrellas que bordaban el cielo nocturno en forma de palmeras como un mantel luminoso con diferentes intensidades, y el oloroso sendero a pólvora que dejaban en su camino al cielo, combinado con la mezcla de diferentes músicas ambientales. Las últimas migas de la coca impregnadas en mis dedos endulzaban el inicio de las vacaciones.

Mi mente se desbloqueó, por fin. Me levanté cautivada por estos recuerdos. Descubrí que solo era cuestión de ponerse a escribir y todo venía.

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