AQUELLOS VERANOS

Sara recordaba los veranos de su adolescencia como la época más feliz de su vida. Las vacaciones comenzaban a finales de junio, cuando el sol y los primeros calores despuntaban. El instituto finalizaba, y su madre pronunciaba la deseada frase mágica:

-Han llamado los tíos y mañana llegarán, ¡pasado nos vamos! ¡Tiro el reloj!

Su hermano y ella corrían a hacer la maleta.

Toda la familia se juntaba en una casa antigua, que tenía más de cien años situada en un pueblo del Maresme. Aquí no existían los horarios, tan solo las bromas entre ellos y  las risas contagiosas en las comidas, las largas excursiones en bicicleta a los pueblos colindantes, los interminables paseos junto al mar, la visita obligada nocturna a la heladería para deleitarse de la variedad de copas heladas o las primeras tardes de discoteca, los domingos. Los problemas quedaban olvidados en Barcelona.

Los días comenzaban con un sol resplandeciente insertado en el azul del cielo, que inundaba el patio, alcanzando hasta el interior de la casa.

Los jóvenes se levantaban a media mañana, cuando conseguían despegar sus cuerpos del colchón. Los adultos antes. Y tras el desayuno, que bien podría ser casi a la hora de la comida, salían con todos los artilugios hacia la playa: toallas, crema para el sol –esto porque les obligaban-, las aletas y las máscaras. Tras una intensa jornada de vuelta y vuelta en la parrilla solar, combinado con algunos baños regresaban. No había día en que no fueran los últimos en marcharse de la playa. Tenían que cerrarla, bromeaban siempre.

En casa les esperaba una suculenta comida, con la que llenaban sus hambrientas panzas, y los abatía en una reparadora siesta. Era una vida a cuerpo de rey, que ni en el mejor de los hoteles hubieran tenido.

Por desgracia aquello no era eterno, y con las primeras lluvias llegaba el final del verano con sus riadas, que lo arrasaban todo. Su familia, al igual que el resto de veraneantes, también regresaba a su domicilio.

Volver a reemprender la dura vida de estudiante no le suponía ningún trauma, ya que le gustaba el olor de los libros nuevos, de las cajas de lápices de colores, asistir a clase y aprender.

En cambio, no tenía ganas de volver a encontrarse con las “apáticas compañeras” con las que había lidiado el curso anterior, como las bautizó la tutora. Ni tener que hacer de nuevo el gran esfuerzo de estudiar durante todo el año, se decía. Los ajustados horarios, la disciplina, los temidos exámenes finales. No era justo; el verano solo duraba tres meses, en contraposición con los nueve del período escolar.

Todo lo anterior, se podía soportar, todo menos las restricciones que conllevaba la aparición del otoño, que discretamente mataba la luz del día sin que se dieran cuenta, preparando el camino a la oscuridad del invierno. El calor se vestía de gris y frío azul oscuro, con el que abandonaba las coloridas vestimentas doradas y brillantes, del verano. Ver las hojas de los arboles caídas, que alfombraban las calles, paseos y parques,  la hundía en el más profundo de los pozos.

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